Comienzo con un recuerdo viejuno: hace muchos, muchos años en esta misma galaxia, allá por el final de la década, del milenio y de la era Clinton (la de Bill) en EE.UU., nos llegaban a menudo noticias de ultramar que referían cómo la corrección política en aquel país llegaba a extremos en que grupos organizados, feministas en unos casos, religiosos en otros, de padres y madres en ambos sentidos a veces, conseguían tumbar este estreno, aquella exposición, aquel otro discurso, o abogaban (ya a veces conseguían) la readaptación de cuentos infantiles, obras de teatro en centros educativos, etc. ¡Cómo nos reíamos por aquel entonces!
Claro porque nosotros éramos diferentes, ¿o no? Pues parece que no: ahora vuelvo la vista a aquellos tiempos y creo entender dónde estaba la diferencia: en EE.UU., sea por las propias dimensiones del país, sea por la fortaleza de las organizaciones e iniciativas particulares, ha habido siempre una cantidad tal de medios de comunicación que hacía que cualquier congregación religiosa y hasta centro educativo contara con prensa escrita (boletines, fanzines) e incluso audiovisual con capacidad de generar opinión, hasta el punto de conseguir “hacer daño” con su crítica.
Pues bien, las redes sociales no son más que eso: medios de comunicación organizados donde los ciudadanos (y las ciudadanas) comparten intereses pero, además, se constituyen en jauría cuando se trata de “denunciar” intereses o actitudes que vayan contra los propios o les resulten ofensivos.
De este modo ya tenemos trasladado a nuestras sociedades europeas (más reducidas y donde los grupos de opinión estaban más desestructurados) ese efecto de “Furia” y linchamiento en defensa de los sentimientos colectivos ofendidos. Una especie de “Inquisición líquida” (en tanto no procede de los propios estados sino de una masa difusa) pero con efectos letales que pueden llevar a la muerte reputacional de todo aquel que se constituya en su presa.
Este cambio de paradigma ha tenido también una influencia notoria en los medios de comunicación “tradicionales”, pues ha conseguido desvincular el éxito o fracaso de un producto cultural o mediático del único elemento que anteriormente era decisivo para el mismo: la audiencia.
Un precedente notorio fue el del programa La Noria: presente en la parrilla de Telecinco desde 2007 con índices abrumadores de audiencia, en octubre de 2011 sufrió un ataque furibundo en las redes sociales por una entrevista a la madre del Cuco, uno de los acusados por la desaparición de Marta del Castillo. Lo que parecía solo una queja fue aumentando como un auténtico tornado viral, que hizo que diversas marcas retiraran su publicidad de la franja horaria del programa tras las amenazas de boicot de los consumidores organizados en foros, webs y redes sociales. El espacio languideció en otras franjas y periodicidad en la cadena hasta su desaparición final en abril de 2012.
Lo que hace especial a este precedente es que, por primera vez, un programa es eliminado no por problemas de audiencia (incluso en la polémica por el morbo de la entrevista, su audiencia era espectacular) sino por la presión de una opinión en redes sociales impulsada, en buena medida, por personas que no formaban parte de la audiencia habitual del programa.
Unos meses más tarde el fenómeno se volvió a repetir con el polémico programa “Campamento de Verano” de la misma cadena, cuando las presiones obligaron a los anunciantes a huir en cascada.
Desde entonces hasta ahora la historia la conocemos: las televisiones andan con pies de plomo y un ojo siempre pegado a Twitter. El caso más reciente ha sido el del sketch de Dani Mateo en El Intermedio en el que se sonaba los mocos con una bandera de España. El sketch, cuya carga humorística puede ser mucha, poca o ninguna, según el criterio de cada espectador, desató una nueva tormenta perfecta en las redes sociales, especialmente Twitter. Al día siguiente Clínicas Baviera rompía su relación publicitaria con Dani Mateo. Y unos días más tarde algunos anunciantes empezaban a retirarse de la publicidad de El Intermedio, con lo que en Atresmedia debieron sonar las alarmas motivando que El Gran Wyoming iniciara su programa del lunes 5 de noviembre pidiendo disculpas. Mientras tanto Dani Mateo e incluso personas cercanas a él reciben todo tipo de amenazas. Todo esto, poco tiempo después del caso de Rober Bodegas de Pantomima Full con su sketch en Paramount Comedy sobre los gitanos.
Al margen de filias y fobias, el proceso es similar en el caso de La Noria y en el actual de El Intermedio. Tal vez en el caso de La Noria te pareciera que se hacía justicia ante unos contenidos indeseables y en el de El Intermedio pienses que si los límites del humor, la libertad de expresión… No importa: para quienes se sintieron ofendidos por el chiste de Dani Mateo el contenido era igualmente indeseable. Y tanto en unos casos como en otros las jaurías de las redes tienen (tenemos) las armas para incurrir en estos linchamientos.
Algo que debemos reflexionar como sociedad es hasta qué punto podemos y debemos llegar a la liquidación total de la reputación de una persona. Más allá de nuestras fronteras, estas corrientes furibundas han acabado con la carrera de Kevin Spacey y herido de muerte la de Woody Allen. Todo ello como jueces, jurado y verdugos, al más puro estilo de la ley de Lynch.
Internet y las redes sociales fueron una gran oportunidad (otra más) para compartir conocimientos e intereses. Pero como especie, como esos simios sociales y gregarios que somos en nuestro fuero interno, hay otro elemento que también nos gusta compartir: nuestro odio.