Privacidad y colectividad en la era de la web 2.0


De forma recurrente, especialmente en los medios tradicionales, aparecen artículos y reportajes advirtiendo de la cesión indiscriminada de datos, gustos y aficiones que los usuarios dejan en las redes sociales como un rastro de migas de pan que, una vez reconstituido, ofrece un perfil muy definido de cada uno de nosotros. Qué gran palabra: perfil. Utilizada en la práctica forense para identificar a sospechosos, es también la expresión de nuestra identidad digital.

Desde que era niño, ya en los manuales de texto de mi infancia, a los hijos de la postmodernidad se nos enseñaba cómo los mass media habían convertido el mundo en una “aldea global” (otro gran concepto). Y ahora pienso que estábamos más o menos preparados para la globalidad, pero no para que la sociedad humana siguiera siendo una aldea. Y es que ha habido todo un recorrido cíclico de la vida “0.0” a la 1.0 y finalmente a la 2.0, que nos reconduce más o menos al inicio, pero a lo bestia.

El inicio: la vida 0.0
Yo no he vivido en un pueblo pequeño, pero sí en una barriada del extrarradio de una ciudad en las que las pautas eran más o menos las mismas: un microcosmos de juventud mucho más parecido a Aída que a Sexo en Nueva York. Durante las largas noches de verano los vecinos salían a la puerta a platicar y comer pipas. Regresar de marcha, incluso tarde, suponía un auténtico viacrucis de saludos y miniconversaciones (aún no lo llamábamos microblogging) desde que entrabas por la punta de la calle hasta que llegabas a tu casa (“¡Casa!”, te apetecía gritar, como en el juego del pilla-pilla). En ese corto recorrido te habían preguntado desde cómo estaba tu abuela hasta qué tal te había ido el curso… ni qué decir que tu propio aliento en el saludo constituía una prueba de alcoholemia de primer orden.

En esa reducida comunidad todo el mundo sabía todo: quién tenía una querida, quién le pegaba a su mujer, quién bebía. Pero también se compartía casi todo: se veía la tele en la única casa de la calle con televisor, se compraban determinadas cosas de forma solidaria e incluso recuerdo que varias vecinas jamás cerraban la puerta de su casa, salvo por la noche.

En este ámbito, además, la incidencia del marketing era escasa: la gente apenas podía acceder a productos “de marca” (era la época en la que un trabajador ganaba 60.000 pesetas y un televisor costaba 150.000) y confiaba plenamente en la prescripción de los vecinos/familiares/amigos.

La segunda fase: la vida 1.0
Poco a poco ese estilo de vida tradicional fue dejando paso a otro más moderno, marcado por la vida en grandes bloques de pisos, por la incorporación de la mujer al mercado laboral y por el desarrollo vital en casi absoluto anonimato, sin que supieras si quien subía contigo en el ascensor era realmente tu vecino o el Caco Bonifacio. De hecho te da lo mismo.

Es en este ámbito en el que el concepto de privacidad y autonomía personal se desarrolla como bien cultural, y parecía que vivir al margen del cotilleo colectivo tenía más ventajas que inconvenientes, aún renunciando a la solidaridad colectiva (que por otra parte era menos necesaria en un ámbito con mayor calidad de vida y mayores cuotas de bienestar).

Llega el momento en que triunfan de verdad los mass media, el marketing masivo y se hace realidad la aldea global, pero con incidencia en la idea de “global”.

Reencuentros en la Tercera fase: la vida 2.0
Pero de repente entra en nuestras vidas Internet, la Bola de Cristal del Siglo XXI (que como ocurriera con la bola de cristal del siglo XX, la radio, asoma la patita en el periodo final de la centuria anterior). Y trae nuevos modos y nuevas estructuras para la comunicación. Y surge el e-mail, las listas de correo, y la mensajería instantánea y las redes sociales… y se cierra el ciclo, porque la aldea global se convierte de verdad en una aldea.

En efecto, muchos rasgos de la sociedad “0.0” vuelven a estar presentes en la 2.0: todo el mundo sabe todo, desde quién tiene una querida hasta quién busca novia o quién bebe. Y también se comparte casi todo: desde recursos e ideas a material cultural.

Y estos rasgos abarcan también al nuevo marketing, de nuevo más basado en la prescripción y experiencia de usuario sobre los productos, que en el poder puramente evocador de la marca. Volvemos al mercado en la plaza pública, en la que las vecinas te recomiendan en qué puesto comprar las naranjas, solo que las naranjas se pueden llamar iPad y el puesto puede ser un portal de venta online.

Como sucedió ya una vez, la cuestión básica es: «¿compensa el beneficio de la información compartida el coste de la pérdida de privacidad?«

A juzgar por la imparable expansión de las redes sociales, que no sólo no llega a tocar techo, sino que vuela cada vez más alto con servicios como la geolocalización, se diría que sí.

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